Nunca pensé que,
por el simple hecho de ubicar,
de hacer que te situes,
de moverte,
de conllevar que atravieses mares,
que deslices montañas,
que te inundes en culturas,
que te adentres en lo más íntimo de todas esas nuevas miradas,
nunca pensé que ahora dependería tanto de ti.
Nunca pensé que fuera a necesitarme tanto como ella a mí.
Nos hemos vuelto una,
ya cuesta diferenciar entre lo que fui antes de ella
y lo que era de ella antes de tenerme a mí.
Yo, que defendí todo lo que aún estaba por llegar y por descubrir,
y ella, tan pausada, tan templada, tan acogedora. Nunca dijo nada, se quedó en el lugar en el que, desde que la conciencia me recuerda, estuvo supuesta.
Me abrió las puertas sin pretender que yo lo viera,
me dejó entrar y no necesité entender de qué manera.
Lo hice en su forma o en la mía y con tan solo mirarnos ya supimos que nos habíamos esperado tanto que cualquiera de los motivos que alargó ese momento, mereció todas y cada una de las penas.
A veces salgo de mí y me adentro en sus campos,
a diario intento hacerlo, aunque últimamente sus llantos lo están poniendo complicado. No quiere que me vaya,
no deja que lo haga,
y yo no insisto en no hacerlo.
Me quedo haciendo lo que mejor se me da,
abrazarla.
Y juntas nos envolvemos de nuevo,
por horas nos sentamos,
nos contemplamos,
nos alejamos,
pero de nuevo, ahí estamos.
Ahora el tiempo pasa, pesa y pisa,
pero se siente como lo único que de verdad nos deja espacio en la vida.
Sé que en algún momento dejó de hacerlo y en algún momento lo dejará, pero también sé a dónde volver siempre y cuando necesite darme cuenta de que no hay nada por lo que temer. No hay lugar en el que no vaya a encontrar eso que tanto me ha hecho merecer.
Será siempre
el reloj para el que la arena
no buscará el reverso
y yo tan solo podré ser
de ella, un alma más que la habitará con el amor,
con el que me devolvió a querer querer.
A quererme como lo hacía solo ella,
a quererme como por fin alguien me ha enseñado a hacerlo.
De alguna forma esto estaba ya destinado. Hace dos años cogí un billete solo de ida mientras estaba en India. Me sorprendió no tener casi que ni la noción de dónde se ubicaba en el mapa. Lo sabía, lo sentía tanto, que no me atreví a tomarlo.
Un día antes de que nos fuéramos a ver por primera vez, sentí que aún no era, había otro lugar en el que debía permanecer. No cogí ese avión, volví de nuevo a la casa en la que las ventanas se habían quedado a la espera de que volviera para cerrarlas.
No hace muchos meses, de nuevo la luz se encendió. Lo hizo cuando ya no quedaba nada y era lo único que podía cautivar mi atención. Por primera vez en mucho tiempo, la noté de nuevo. Tenía su forma, tenía su aroma, era su voz la que en silencio conversaba con mis pensamientos, los mismos que la pondrían desde esa noche de noviembre a reposar con todas mis ideas desaliñadas.
Se sintió como ver la llamada en tu teléfono de esa persona que no esperabas.
Sabía lo que tenía que hacer,
y lo he hecho.
Hay pocas cosas que me impulsen tanto y con tanta convicción como las decisiones que replantean mi vida desde 0. Y ese viaje ha sido ella, ese viaje hemos sido nosotras, y estamos siendo lo contrario a una etapa. No existen momentos para algo que desde siempre estuvo destinado a ser, por siempre será y fue. No se puede medir un tiempo que permanece constante, no se puede cerrar un pasado si es el primer paso del futuro en el que ahora reposa tu aliento.
Las ventanas de esta casa las he construido libres,
como ella a mí.
Las he dejado abiertas para cuando se necesiten cerrar y las he colocado frente al mar, rodeadas de los árboles que a ella le gusta observar, rodeadas de los sonidos que le hacen estar en paz, dejándolas tranquila en su intimidad
y con una nota
en la que cuando sea el momento de partir
firmaré con un;
Espérame, no tardaré en volver a entrar.