Qué ganas tenía de volver a escribir. Parece mentira, pero a lo tonto está pasando. Yo, que me justifico bajo el discurso de que me cuesta el compromiso, la continuidad y un largo etcétera de balones con los que en mi mochila innecesariamente cargo. Y aquí ando, una semana más sentada escribiendo sobre el mismo teclado al que llevo ya pegada casi 10 años.
Es lunes, y tal y como he salido de casa esta mañana después de dar mi clase online de Yoga de los lunes y de haberle dedicado un buen ratito a escribir mi página, me he cruzado con una mujer y su hijo. Automáticamente he interpretado que iban al cole, acto seguido me he sentido un poco torpe. Es verano Laura.
En cualquier caso, contemplar a esas dos personas de la mano con un rumbo claro a primera hora de la mañana ha hecho que mis pensamientos se dirijan a un: “Uau, qué valor que esa mujer, por la decisión de traer al mundo a alguien probablemente vaya a hacer ese recorrido todos los días unos 11/12 años (ya no sé a qué edad un niño va solo a la escuela, pero aproximado será esa imagino) sin poder hacer otra cosa diferente”.
Acto seguido me he llevado a mí esa reflexión;
-Y tú, ¿has hecho algo durante mucho tiempo?
En algún otro momento o día me hubiera respondido a eso no tan amablemente, sin embargo, esta vez ha sido diferente.
Las creencias sobre una misma son lo peor con lo que nos podemos encontrar. Hubo una temporada en la que me levantaba y lo único capaz de pensar era; otro día más, otro día sin saber qué va a pasar. Y eso, para cualquier persona puede ser el mayor de los privilegios -poder improvisar, no tener un guión, no sentir la obligación de-, pero para mí era signo de que, si ni yo misma era capaz de motivarme, tampoco otra cosa externa lo podría lograr. Así pasé una larga temporada, al igual que también la pasé sin darme cuenta de que ahí estaba. Metida en un círculo del que no era capaz de salir, porque sencillamente no identificaba. Esa creencia se fue haciendo más y más notable, y el único motivo de ello era que yo no hacía nada distinto contra ella. La nutría de la pasividad de mis actos y de alguna forma era justo eso lo que la acrecentaba.
Inconsciente, o conscientemente algo me hizo sentir que ya era suficiente. Tenía que acabarse. Por fin dije basta. Más que decirlo, imagino que lo hice. Le puse actos a todas esas palabras, o me inventé mecanismos para que ya no hubiera espacio en el tiempo para darle más atención de la que necesitaban. Si algo puedo aconsejaros de primera y de todas mis manos, es que lo único que soluciona un buen bloqueo existencial es calzarte los zapatos.
Para muchas será un privilegio transitar esos baches en un refugio, sin necesidad de salir al mundo externo, para otras (como para mí), aislarme era lo peor que me podía hacer, pero tampoco me daba cuenta de ello. Sea como fuere, dejarle menos espacio a la mente y activar el automático que tanto demonizamos, me salvó.
Lo ha hecho muchas veces.
Hay momentos en los que el espacio para la meditación no está ordenado, no es un lugar seguro, apetecible ni en el que se pueda cultivar algo para después recogerlo sano. Hay veces en las que esa sala necesita reforma, restauración y por desgracia ponerla en venta. En el peor de los casos, esas salas las recibimos por herencia y por eso también la mayoría de las que leéis esto estamos todas juntitas de la mano y al unísono yendo a terapia.
De ese lugar del camino de mi vida, logré avanzar. Se sentía como cuando estaba estancada en el mundo 4 del juego de SuperMario y quería encontrar el truco para ir al mundo 5 o al 8, pero era inviable. Quizás necesitamos estar también un tiempo en esas paradas en las que aparentemente no hay nada emocionante. Ya os digo yo que sí, que de todo se acaba aprendiendo aunque a veces dure demasiado la clase.
Avancé y salí, avancé y volví a florecer, como lo he hecho ya unas cuantas veces y como espero poderlo volver a hacer una y otra vez. En ese cruce de realidades con aquella madre y su hijo yo también he necesitado recordarme las cosas con las que realmente me he comprometido sin gritarlo a los cuatro vientos.
Escribir todos los días desde hace ya unos cuantos años ha sido un compromiso, cuidar de las personas de las que me quiero rodear como si fueran lo más valioso que tengo (que lo son), también ha sido un compromiso. Encargarme de mí y querer siempre acercarme a ese lado amable con el que poco a poco y de cada vez más me relaciono, es comprometido. Compromiso es lo que experimento en mi esterilla de Yoga cada vez que la despliego en cualquiera de los suelos. Comprometida he sido cuando he seguido mi intuición y esta me ha llevado a cualquier parte. Y creo que lo que más me ha generado compromiso ha sido querer ser siempre un poquito más sincera, más honesta, más clara conmigo misma y con lo que me rodea.
Poner límites también te compromete a ti, te acerca a ti y aunque a veces te sitúe en escenarios no tan apetecibles con los que lidiar, se abre un nuevo espacio en una misma en el que reina muchísimo más la sensación de coherencia y de paz. Con eso firmaría ahora, con eso me quiero comprometer de por vida.
El verdadero pacto es ese del que pocos son capaces de saber, es ese que no necesitamos exteriorizar. Las cosas que de verdad te nacen hacer no tienen el impulso de que cualquiera las conozca, de que cualquier persona las sepa. Hay intimidad en el compromiso, y es un componente que nos hemos olvidado de valorar.
Todas hacemos mil cosas cuando nos ven, todas hacemos mil cosas cuando sabemos que lo vamos a exponer, pero y tú, ¿qué harías aunque nadie fuera capaz de verte? y de todo lo que haces, ¿qué cosas son las que se dan a cabo más motivadas por la sensación de realización externa que por tu propia urgencia?