Sería indecisa una vida más
“No basta con sobrevivir”
Acabo de volver del cine, creo que es la primera vez que voy este año y muy probablemente haya pasado también un año desde la anterior vez que fui. No he sido nunca una apasionada. En general, pero concretamente del cine.
Arriesgarme a invertir dos o tres horas sentada en la butaca de una gran sala oscura que comparto con completos desconocidos mientras de fondo, además de la película, suena al unísono la masticación de las palomitas saladas saboreándose en diferentes bocas, no me ha parecido nunca un plan especialmente atractivo.
Ir al cine y ver una película en casa son dos propuestas totalmente diferentes, la primera suele resultarme poco emocionante y a la segunda me tengo que forzar porque mi falta de atención, acrecentada notablemente durante los últimos dos o tres años, hace que esa actividad se interfiera constantemente. Para mí el reto ya comienza en el momento en el que me veo forzada a entender cuál es mi mood para así decidir qué temática será la más compatible con mi estado.
Normalmente es una actividad que he delegado, o que sencillamente he considerado que era el momento justo para decidir ponerle el punto final a la experiencia cinematográfica en casa.
La indecisión innecesaria me abruma, estar tranquilamente sentada en el sofá mientras mis monstruos se acercan flagelándome por no tener una opinión concreta acerca de mis preferencias, no es algo que me apetezca afrontar un lunes cualquiera.
Por eso, tampoco suelo ver películas en casa. A no ser que sea porque alguien me las recomienda con un insistente; “Laura, tienes que verla porque te va a encantar”o a alguien le haga ilusión poder revivirlas conmigo, pero ahora ese ya no es más el caso.
No me ha hecho falta mucho cine para montarme mis verdaderas obras maestras autovisuales. Recuerdo que mis primeros años viviendo en Madrid pasaba los mediodías en el gimnasio al que llegaba caminando tras subir una cuesta demoníaca a 15’ de casa. Allí me colocaba sobre la cinta de correr y religiosamente hacía cuatro kilómetros, normalmente con pendiente y a velocidad moderada-rápida. Justo enfrente de las máquinas había unos espejos que cortaban tu cabeza y dejaban reflejado el resto del cuerpo mientras avanzaba en la cinta.
Juro que he vivido más vidas en ese espejo que en ningún otro lado. He paseado por alfombras rojas, he celebrado un cumpleaños masivo en una casa de Nueva Orleans al más puro estilo softamerican. He decidido que si un día me caso (aka; celebro enormemente el amor de mí hacia mí o el amor de mí hacia alguien que verdaderamente se comprometa a divertirse con mis rollercoasters emocionales), lo haré con gafas de Sol a plena luz de un atardecer cálido y cobrizo. En esos espejos me he imaginado siendo cantante, siendo millonaria, siendo ¿madre?, siendo extraordinariamente exitosa, dirigiendo una revista, y yendo a recoger un gran reconocimiento por mi trayectoria. ¿Qué trayectoria?, pues ni idea, pero la cosa es que merecía recoger un premio y me gusta fantasear con que en algún momento, algo de lo que haga será digno de una ovación aunque sea en petit comité.
Hoy sentada en esa butaca reclinada y abrazada a un reconfortante, y digestivamente peligroso, cubo de palomitas he escuchado una frase que sin duda merecía que me pusiera, acto seguido, a escribir.
Llevo tiempo en un estado que aún me cuesta definir, se siente como una especie de balanceo, de vaivén, de fluctuación, como si me estuviera meciendo entre pensamientos y la misma vida mientras me siento estáticamente encajada en algo.
Algo que por supuesto no es cómodo, algo que no he elegido, algo que sencillamente me ha llevado a reposar en ese mismo lugar.
Hay etapas que son para justo eso, y después de esta que acabo de vivir puedo acercarme a su entendimiento. Pausar el camino es clave para asentarte en él, para hacerte con las personas que por él también pasan, familiarizarte, pararte a ayudar, a ser consciente del entorno. Para percibir cómo son las plantas, si hay o no vegetación y fauna, si sopla o no los días nublados la brisa, si se puede sentir la ilusión en el ambiente de quien como yo lo transita mientras especula en qué posible lugar les deparará.
Y justo eso es lo que he podido hacer durante este último capítulo de mi vida.
Pero, como cualquier baile interminable, en algún momento retomas la intensidad y quieres o necesitas volver a pisar. Es una suerte poder hacerlo de un día para otro, es una suerte que pueda ser escogiendo un suelo distinto sobre el que caminar, y sobre todo, es una verdadera suerte poder sentir que el único equipaje que necesita esa ruta es mi intuición y mi seguridad.
Al igual que en el cine, en la vida me pasa algo muy similar, las pequeñas decisiones me cuestan días de tranquilidad, pero para las que de verdad suenan desde adentro, para las que no se puede mirar hacia otro lugar, para esas un día me despierto con los oídos algo más afinados, con la vista contemplando un grado de realidad más allá y con un latido diferente, uno que se repite una única vez y que de golpe cambia toda la información.
En una semana vuelvo a coger un avión sin billete de vuelta, no me bastaba con sobrevivir sin más.